El Conde de Montecastro
Manfred Silverstein levantó la vista por
sobre sus anteojos y miró durante varios segundos cómo la misteriosa mujer se
retiraba de su oficina. Era una rubia de raíces negras. Tenía una remera
ajustada que le marcaba los rollos a la altura de la cintura, aunque no podía
quitarle una sensualidad de outlet que de alguna manera lo entusiasmaba.
Tomaría el caso. Durante la entrevista se
había mostrado reticente pero era solo una postura que adoptaba para darse
aires de importancia. Sintió que la piel se le erizaba como los pelos de una
oruga albina durante el solsticio de verano.
Tomaría el caso. Podría ser su
consagración como detective privado. Hasta una zarigüeya congestionada habría
olido un éxito inminente como aquel. La clave estaba en la casa del conde.
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