30 de agosto de 2010

Chino de barrio

Asaltaron la farmacia de Balbín y Monroe, y el botín fue enorme. Se sintieron poderosos, fue un ataque limpio. La flaca era infalible. Un par de días y ya tenía la ubicación de todo, los horarios, cuántos empleados, cada detalle… no sabía cómo lo hacía pero era sutil, era mágica y era suya.
Rodo paraba con los pibes en el videoclub, charlaba y relojeaba a la flaca que acomodaba los estrenos de la semana. No creas que voy pasar toda la vida entre películas empolvadas, le había dicho una vez. La tendría entre sábanas de seda si pudiera, pero si era un muerto de hambre ¿cómo? Ella sabía cómo y cuándo, cuántos hombres serían y también lo del arma.
“Me voy a teñir de rubio”, le dijo, “para no andar levantando la perdiz, ya me vieron mucho con lo de la farmacia, viste”. Cómo no mirarla. Pasaba horas mirándola dormir y preguntándose cómo había llegado esta belleza a su cama. “Y dejá de decirme flaca, querés, ahora soy rubia”. Eso era Rodo, y se acababa pronto.
Aníbal la conoció en el supermercado chino de Jonte y Chivilcoy, el que asaltaron la semana pasada. ROBAN SUPERMERCADO CHINO. SE LLEVAN HASTA LOS ENVASES DE CERVEZA, tituló Crónica.
Estamos hablando de delincuentes profesionales con un trabajo de inteligencia pormenorizado.
Anochecía ese martes de agosto cuando la vio acercarse al mostrador. Era una libélula movediza y alegre. “¿Qué puede ser para preparar al horno?”, su voz era de cascabel y caía perfecta sobre toda la pequeña figura de su cuerpo. Aníbal sacó su mejor tapa de nalga y sintió cómo su fisonomía de elefante marino se estremecía ante la cercanía de esa hermosa princesa luminosa. Habló de más, como cada vez que se dirigía a una rubia. ¿Sería nueva en el barrio? No tenía anillo de casada pero había llevado cantidad para dos personas. Le hizo un chiste cuando se despedían y ella respondió con una sonrisa que llenó el salón hasta el segundo pasillo.
Al día siguiente volvió por un pollo no muy grande, abierto para la parrilla tipo mariposa. Aníbal habló todo lo que duró el nuevo encuentro. Ella era simpática y amable, y seguramente tenía un corazón tierno que podía albergar un lugar para un viejo carnaza.
Vino toda la semana. Una tortuguita. Una docena de huevos. Una colita para mechar. Lengua a la vinagreta. Qué nivel, qué chica fina, carne todos los días.
Aníbal sintió que su alma se abría ante la perspectiva de este amor que el destino ponía ante él. Supo que podía contarle todo: sus miedos, sus anhelos, sus traumas de la infancia, sus horarios, cuánto tiempo llevaba en el mercadito, cantidad empleados y facturación mensual…
El ahorcado ya había preanunciado un evento poco venturoso para Aníbal. “Por favor, Madame Nené, ella puede ser el amor de mi vida, eso tiene que ser otra cosa, es dulce, es hermosa, jamás podría hacerme daño…” Volví a tirar, pero las cartas seguían escribiendo el mismo camino, él no quiso creerlo, aunque era tan claro como una noche de luna llena.
Los testigos hablan de un informante femenino, rubia, tez blanca, que fue vista en reiteradas ocasiones comprando carne en la semana previa al hecho delictivo.
Tras comprar el último asado de tira, Lizzie sostuvo sus manos durante unos segundos al recibir la bolsa de carne sangrante por encima del mostrador. Aníbal jura que tenía lágrimas en los ojos.
Al día siguiente ocurrió el asalto que Crónica tituló ROBAN SUPERMERCADO CHINO. SE LLEVAN HASTA LOS ENVASES DE CERVEZA. Sabían la ubicación de todo, cada movimiento. El trabajo de inteligencia había sido impecable y la banda de la libélula había atacado una vez más.
No puedo afirmar ni confirmar que estemos tras la pista del carnicero porque es secreto de sumario. Ya lo decidirá el juez que entiende en la causa.
No se podía actuar en el mismo barrio,  había que moverse y la flaca había encontrado ese chino que movía mucha guita, una cosa medio rara, pero el golpe salió a la perfección. Una semana de laburo previo, conocer el lugar, estudiar los movimientos de los empleados. Fue fácil, muy fácil, no había nadie y el carnicero había soltado toda la data. El carnicero, ese que parecía un gordo salame.
El carnicero ese que ahora mira su blancura luminosa y se pregunta qué hace esta belleza entre sus sábanas.

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